El paraíso prometido

“Bienaventurados los que sufren porque de ellos será el Reino de los cielos. “


 El calor indecente de mediados de Julio sube como lengua de fuego desde la planta de los pies, abrasa las piernas, quema las axilas hasta convertirse en aire infernal que revolotea caliente anunciando el arranque de la canícula. Los labios se deshidratan, se parten. Los orificios de la nariz arden al intentar respirar. La desolación apostada en el paisaje y en la vida cruje con resequedad, se quiebra. El alma pesa más en verano, se hincha como sapo, estorba.


 Las rodillas clavadas en el duro reclinatorio. Rosario con el libro de oraciones entre las manos, sustentando en ese pequeño objeto la fe de dejar atrás su profunda tristeza y hallar consuelo a los pies de su Dios de la Misericordia. Muchos años con el corazón lleno de pesadumbre como orinal sin vaciar, un corazón que le apesta y la pudre por dentro. Nadie con quien desahogar las lágrimas atascadas en el pecho.


 “Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud. Que se sienta solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso.”


Un año atrás había muerto su único hijo, fue un aborto mal llevado que la dejó estéril, prolongando el alcoholismo de su marido y la frecuencia de las humillaciones y los golpes. La lejanía de su familia le aumentaba la sensación de abandono y la ataba a una tierra ajena, incapaz de encontrar una salida al laberinto en que se había convertido su vida. Huérfana en un país que le recordaba a diario que era una intrusa, un marido ausente que controlaba todo menos el alcohol, sin ningún oficio qué ejercer salvo el rezo devoto aprendido en todos sus años entre monjas. El rezo como bálsamo al alma, refugio de un último atisbo de esperanza.


                “Ten piedad de mí, oh Dios, ten piedad de mí, porque en ti se refugia mi alma; en la sombra de tus alas me ampararé hasta que la destrucción pase.”


 Inclinó la cabeza, cerró los ojos y recorrió sus días de infancia, reviviéndolos. Volvió a oler el aroma de los chiles tostados de la gran cocina de su abuela, el chocolate caliente recién batido. Se vio a si misma con su vestido amarillo de holanes con pequeñas florecitas, sus trenzas rubias y largas, la mano de su nana llevándola hasta el regazo de su madre, quien la rodeó en un abrazo largo, hundiéndola en su amplio y robusto pecho. Eso era el hogar, pensó: el pecho de su madre, muerta poco antes de quedar embarazada de su hijo muerto.


 Las lágrimas le bañaron las mejillas que escurrieron dolorosas como viacrucis hasta el cuello. Sin que aquel torrente pudiera lavarle el dolor, la culpa de no ser una buena esposa, de no engendrar un hijo vivo, de no haber estado con su madre el día de su muerte, de no tener suficiente fe para cargar con cristiandad su cruz.


                “SEÑOR, ten misericordia de mí; sana mi alma...”


 Siguió reviviendo su ayer que parecía ahora tan lejano, hasta llegar al momento en que conoció a su marido. Maldijo el día, la hora y el destino que los cruzó. Pero maldijo sobretodo la actuación seductora con la que él la cautivó. ¡Qué caro había pagado la tentación de la seducción! Una combinación fatídica de su inocente experiencia en temas de amor y la posición deslumbrante de diplomático de él la llevaron al infierno de su actual vida y una densa nube de ira se apoderó de su cuerpo maltrecho.


 “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digna de ser llamado hija tuya.”


 Abrió los ojos con una furia suplicante a los pies de su Dios, su mirada acuosa se posó en el altar. Una de las velas ladeada, el pabilo doblado hacia abajo ardía chorreando la cera de un modo lastimoso. La fe derretida. La vela amenazante con encender las decenas de papiros enrollados que descansaban entre flores secas y mechones de pelo trenzado, como sus rubias trenzas infantiles. Las emociones mezcladas. Rosario deshecha y hechizada a la vez por la visión del pequeño infierno en la casa Santa que materializaba su propia vida.


               “Ten piedad de mí, SEÑOR, pues languidezco; sáname, SEÑOR, porque mis huesos se estremecen.”


 La vela cayó, lamiendo con su pequeña lengua de fuego los objetos cercanos. Deslumbrante estado de éxtasis. La luz cegadora y cálida. El Señor de la Misericordia entre las llamas con los brazos abiertos en una compasiva invitación a arrepentirse. El corazón palpitaba enajenado. Puso las manos sobre el altar, sintió el calor de las llamas, y unas ganas de desgarrarle a su marido la piel a jirones la inundaron. Deseó arrancarle a mordiscos todas sus burlas, bañarlo en el alcohol que tanto le gustaba y prenderle fuego; por ella, por su hijo muerto a consecuencia de las patadas, por su miserable vida, por su falta de compasión, por su culpa, por su gran culpa. Su cuerpo encendido. La canícula de su propio odio mezclándose con las llamas del altar.


               " Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”


 Una sonrisa se le dibujó en el rostro mientras su piel ardía en un acto de liberación. Me arrepiento. Paz en medio del infierno. Todo convertido en polvo. Su alma entró en el paraíso prometido. Encontró en el rosto de su Dios, su hogar en el regazo de su madre, convertida ahora en abuela.


 “Supliqué tu favor con todo mi corazón y me escuchaste; ten piedad de mí conforme a tu promesa”





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