Amanda sabía que escaparse no era la
solución, pero en su alma adolescente el mundo se le había vuelto enorme y
hacerle cara a la situación, una decisión para lo que no tenía valor. Había
pecado, y lo sabía.
Su madre la había cuidado con esmero
preocupada por su futuro, poniendo todo su esfuerzo en hacer de ella, “una gran
mujer, admirable y admirada”, como constantemente le repetía.
A pesar de la vigilancia que le
procuraba, Amanda había caído en uno de los pecados capitales, -el más perceptible,
decía su madre-, tentada por un compañero de escuela, que poco a poco, con
pequeñas dosis dulces, se había ido acercando a ella, volviéndose su mejor
amigo.
Braulio, era un muchacho con una gran
inteligencia y de un físico espectacular y bien desarrollado, comparado con los
jóvenes de su edad; sin embargo, su gran timidez lo mantenía alejado de los
reflectores de los reyes adolescentes.
Habían sido compañeros desde el 5º año,
y aunque se trataban con cordialidad, siempre se mantuvieron a distancia. Hasta
ahora, que motivado por la celebración de su cumpleaños número catorce, Braulio,
se había animado a invitarla al pastel que su madre había organizado en su
casa. Ese día, quedó marcado, como el primero de muchos en dónde compartirían, inquietudes,
alegrías, secretos y apetecibles pecados, −como Amanda los llamaba−.
−Te ves bien bonita− le había dicho esa
primera vez Braulio, que le parecía un bombón, cuando la vio llegar a su casa
con el presente entre las manos por su cumpleaños. Nunca nadie le había dicho
algo así antes, ni de esa manera tan elocuente y sincera. Amanda se ruborizó
como una fresa, el corazón se le derritió como chocolate fundido, sintiendo su
cara y su cuello calientes como pastel recién horneado, sin poder dejar de
sonreír de oreja a oreja, con un poco de
vergüenza, pero sintiéndose hermosa.
Así fue como Braulio, la había ido alimentando
casi de manera imperceptible. Con porciones diarias de confianza, llenándola de
dulces halagos, admirándola y reconociéndole, cada una de sus cualidades, que
Amanda a su vez, iba descubriendo a través de los ojos de su nuevo y único
amigo.
Pasaban juntos largas horas, dentro y
fuera del colegio. Se convirtieron en compañeros de estudios y cómplices de
vida. Ambos podían ser auténticos, sin máscaras y sin preocupaciones por cuidar
o aparentar, lo que los hacía sentirse muy cómodos en compañía.
−El diablo está al acecho en cualquier
esquina y se presenta en dulces incitaciones− le repetía su madre, advirtiéndole
con eso, que era ella, la que debía mantener su voluntad fuerte ante cualquier
tentación. Le recordó, que no podía estar vigilándola veinticuatro horas, pero
que confiaba, que con todo lo que le había enseñado, sabría tomar siempre las
mejores decisiones y no defraudar su confianza.
Y era justo eso, lo que a la adolescente
más le dolía. Amaba a su madre y había traicionado la confianza depositada en
sus manos, cuando todas las tardes le permitía salir con Braulio. Se
reprochaba, haberse dejado engolosinar con las palabras de su amigo, que le
repetían una y otra vez, lo hermosa que era. Palabras que habían servido de
anestesia, haciendo que Amanda se olvidara de todo, de su madre, de su esfuerzo
y de las ilusiones que depositó en ella. De su cuerpo mismo.
Con lágrimas en los ojos y la cabeza
llena de turbaciones, sin una idea de a dónde ir o dónde esconderse, sacó una
moneda de cinco pesos, la depositó en la ranura y dejando su pesada mochila en
el piso, se paró muy derechita frente a la máquina con los ojos cerrados.
Un sonido del aparato la hizo abrir los
ojos, que explotaron en un llanto contenido y angustioso, al ver la pantalla. No
había duda, había engordado cinco kilos.
Sin pensar, corrió a comprar una gran
rebanada de pastel, coronando así, su gran pecado capital.
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