Limosnera
La veo en la
banqueta con su cara agachada y la vista entre sus piernas, recargada en la
fina cantera que enmarca la cara frontal del edificio. Desconcertante. Nunca
había visto indigentes en la puerta del complejo de oficinas. El bulto de tela
que cubre a quien esté debajo, desentona con la pulcritud del ambiente
alrededor.
Me dan ganas de
sentarme a su lado; estoy exhausta, ha sido un día muy largo, antecedido de una
vida prolongada sin un minuto de paz para tomar un descanso. Siento las
abultadas varices de las piernas, como gusanos quemadores queriendo traspasar
las medias, ansiosos; da la sensación de que con cada paso, irán mordiendo cada
vena hasta reventarlas. Los pies me hormiguean, haciendo casi un suplicio el
andar.
Con dificultad,
bajo el último de los escalones y vuelvo a verla. A sus pies, un vaso con
restos de café y otro vacío. Presumo su necesidad y deposito el dinero guardado
para el taxi en el vaso desocupado. Ni un solo gesto, como si no se hubiera
dado cuenta de mi recién depositada generosidad.
Con el intenso
dolor torturándome las piernas, una sonrisa de satisfacción se instala en mi
rostro, sintiéndome bondadosa, y me felicito por mi actuar, a pesar de que
tendré que ir andando hasta mi casa.
Un exquisito
olor a café se cruza en mi camino y unas ganas urgentes se despiertan en mi
paladar. Me detengo en la cafetería y mientras hago fila, veo de reojo las
mismas telas coloridas reposando acurrucadas en el borde de la banqueta, como
una sombra que me persigue y los dos vasos a sus pies se alcanzan a ver a
través de la puerta.
Me aflijo. Sólo tengo dinero para un café, pero mi espíritu de magnificencia tantos años inculcado, me obliga a dar al necesitado, dejando de lado mis propias ganas, y una sensación de absoluto agotamiento me invade el cuerpo, exaltando las ganas de soltarme a llorar.
“No es para
tanto”, me digo. Pero esta vez, no funciona; me siento decaída y todas las privaciones
y penurias caen como lozas sobre mi cabeza. Resignada, como tanto en mi vida,
camino hasta la puerta con el vaso de café caliente entre mis manos. Me agacho
con dificultad y sustituyo el vaso de café casi vacío del suelo.
Su cabeza se levanta
lenta, veo su rostro, y descubro que es el mismo mío. Mis ojos se llenan de
lágrimas que caen sin consuelo en el vaso vacío, mi propio reflejo lo toma
entre sus manos, bebiéndolo sorbo a sorbo, mientras me invita a sentarme y me
regala un recién colado café caliente.