La despertó el silencio. El día
había amanecido crudo, en blanco y negro. Diminutas partículas de polvo se
distinguían a través del desteñido rayo de luz que entraba por la ventana, flotando
sin rumbo, abandonadas. Los ojos entre abiertos, la cama tibia, la boca seca, ningún
dejo de olor a café, el oído aguzado. A lo lejos, el tintineo de unos ganchos
de ropa chocando entre sí. El reloj marcando las diez de la mañana. La mente
despierta y una sola certeza. Se ha ido.
Miró al techo. Blanco. Negro el
pensamiento. Gris la sensación. La respiración pausada se agitó diligente, como
un tren en marcha. Cerró los ojos. Se llevó la mano hasta los labios. En un
movimiento lento, como en una caricia, metió los dedos en su boca, con
excepción del pulgar y ahogó un grito que le venía del pecho. No. De más hondo.
Del estómago, de la sangre, de unos dientes clavados en el corazón. Sintió la
punzada. Los ojos se abrieron grandes, el techo blanco, ni una lagrima, solo
terror y desolación.
Las escenas de la noche anterior se
le aparecieron bailando, suspendidas en el aire, despiadadas. Los acordes de un
arpa triste dieron pie a notas de Puccini acompañadas de un solitario violín. Todo
blanco y negro. ¡Piedad! suplicó su alma desgranada.
El tenue olor a sexos combinados la
llenó de nostalgia. Abrió la boca y tomó una bocanada grande de aire, deseando
guardar todo lo que aún quedaba de él, de ellos.
Aspiro y contuvo la respiración,
dejando que cualquier mínima triza de él, se quedara pegada en alguna parte de
sus entrañas. Suspiró de nuevo, esta vez con la nariz y cerrando los ojos,
desmembró el contenido de sus olores, para guardarlos en la memoria.
Sintió el roce de su piel contra
las sabanas, se le calentó el cuerpo, hasta sentir un fuego que le quemaba la
carne y le alcanzó las entrañas. La sabana roja, testigo de la pasión que se
moría y daba vida al dolor.
Estiró los músculos, extendiendo el
cuerpo en toda su extensión, en un intento por cubrir toda la superficie de la
cama. Cerró los ojos y revivió el peso del cuerpo de él, sobre el suyo. Levantó
la pierna derecha, estirada, tensa, y la acercó casi hasta su rostro. Se
acarició el muslo con ambas manos abiertas, desde la ingle hasta la punta del
pie y de regreso. Sin prisa, recordando sus caricias.
Se tomó de igual forma la pierna
izquierda, del muslo al pie. Esta vez el regreso lo hizo con las uñas, intensificando
la sensación. Se recorrió el contorno del sexo, subiendo con las manos bien
abiertas por su vientre, palpándolo todo, desde el ombligo hasta las caderas,
por los costados, y de nuevo al centro, subiendo suave por el torso hasta sus
pechos.
Sintió la textura de la piel, la
dureza de sus pezones, apreció el peso de sus senos bamboleándolos de un lado
al otro y los acarició por un largo
rato, al tiempo que bajaba por momentos hasta su vientre o subía hasta la
cabeza, revolviéndose el pelo.
Bailó acariciándose el cuerpo entre
las sabanas. Reviviéndolo. Se acarició el suave terciopelo entre sus piernas,
hasta que le lloró.
¿Me quieres? le preguntó al vacío, y una desvalida nota le dio la
respuesta, mientras la música se desvanecía en el aire.
Silencio. El techo blanco nublándose.
Los ojos abiertos. El corazón desacelerando. La oscuridad cubriéndolo todo.
Que tristeza tan placentera si es que cabe decirlo así, me despertó los sentidos con la narrativa tan excitante y llena de sabor. Siga así que ya hasta me la imagino aun cuando su rostro no conozco. Saludos y bendiciones Paisanita,
ResponderEliminarMe quedo con estos acordes, me gustaron estás escenas de noche.
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